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Cuando se va haciendo uno viejo no queda otra que reorganizar las prioridades. Los recuerdos del pasado, más que nunca, empiezan a servir de referencia para no repetir malos tragos; se cuida la salud de otra forma y se relativiza fácilmente la imagen que otros puedan haber construido sobre uno mismo. Suena paradójico, pero creo que es a partir de cierta edad cuando se empieza a vivir intensamente, tratando, quizás, de enmendar alguno de los mil errores cometidos por acción u omisión, y sabiendo que el tiempo apremia. Al menos en eso estoy yo, qué demonios, y Prédicas de un tabernero conspirador tiene mucho que ver con ello. Con preocuparme lo justo por el qué dirán, con saldar una vieja deuda, con verbalizar un puñado de reflexiones que puedan ser de alguna utilidad y, por qué no, con dar forma a la propia personalidad, sin intención alguna de petrificarla pero con la idea firme de perfilarla, de dibujar unos contornos claros que sirvan para salir airoso en lo que pueda quedar de viaje y, ya que estamos, que ayuden a cercanos y potenciales conocidos a descubrir, en parte, con quién se van a encontrar a poco que rasquen. En ello estaba cuando se me ocurrió́ la idea de este libro, y en ello sigo hoy.